DIEGO BARCALA.- “Es zurdo, rubio y mete la pierna. A veces pienso que no es mi hijo”. A Míchel, gloria del Real Madrid, no se le puede acusar de haber tomado mal las críticas a su hijo. Adrián González (Madrid, 1988) por fin ha conseguido dejar atrás la sombra de su apellido. Y eso que González es fácil para pasar desapercibido. Pero el centrocampista del Eibar ha sufrido para ganarse la vida en la élite del fútbol español. Desde que asomó por las categorías inferiores del Madrid sólo tenía una posibilidad de éxito: ser inmensamente mejor que su padre. Y eso no es sencillo. De hecho, es demasiado.
El partido del pasado domingo entre el Eibar y el Athletic Club tuvo fases de fútbol regional. Imprecisiones, pelotazos, nervios, fuerza… Un clásico, cada vez menos frecuente, del reducido espacio verde de Ipurua, domicilio del líder de la LigaBBVA, la SD Eibar. A diferencia del año pasado el césped vizcaíno era impecable, pero como decíamos, el fútbol no tanto hasta que el empeine de Adrián acarició el balón para dar el mejor pase de la jornada. En un contrataque rápido Adrián pidió el balón en la frontal y lo tocó con el exterior para filtrar un balón que un compañero disparó al larguero. En la segunda parte, afrontó con la fuerza de un jugador de primera un córner y metió su segundo gol en dos jornadas. Decidido: Adrián se ha hecho adulto.
Míchel era un jugador atormentado. Con una visión de juego inmensa, pasó su carrera incrustado en la derecha incapaz de mantener la concentración necesaria para ser lo que hoy es Toni Kroos. Su enorme talento técnico y un golpeo digno de Beckham le permitieron una carrera gloriosa en la banda derecha del Real Madrid pese a ser un jugador algo lento para la banda. Tan larga y buena fue su trayectoria que una generación entera de niños creció pensando que el número 8 jugaba por la derecha, cuando en realidad era el síntoma de que Míchel era un mediocentro apartado a la banda del 7. Míchel tenía además una zurda que fue perfeccionando con los años hasta llegar a pegar mejor al balón con su pierna mala. Un talento maravilloso que demostró hasta su último día de blanco con dos goles y una asistencia sin despeinar su cuerpo de veterano.
Adrián es un centrocampista con una zurda muy notable, visión de juego aceptable y llegada a gol. Quizá no es capaz de sumar a todas sus virtudes la velocidad de ejecución de las grandes figuras pero tiene un don para jugar sobrado una década en la elite. Sin embargo, su trayectoria es un ir y venir de Primera a Segunda y de banquillo en banquillo. Algo tuvo que ver la desconfianza que siempre generó la coincidencia en los mismos equipos que entrenaba su padre.
Adrián y Míchel tuvieron la foto deseada por la nostalgia en el Castilla de la temporada 2006/2007. El padre alineó al hijo en 38 partidos. Se despidieron los dos del club y Adrián no tuvo la más mínima oportunidad de debutar en el primer equipo, como tantos otros canteranos de su brillante generación: Borja Valero, Negredo, Granero, Javi García, Alberto Bueno… Fuera del club, Míchel lanzó una frase Maradoniana: “Adrián tiene una desgracia, ser mi hijo”, por las críticas que recibía el jugador.
Tras dos temporadas discretas, Adrián fue fichado por el Getafe. Después de una temporada entrando y saliendo del equipo, el club madrileño fichó a su padre de entrenador. Otra vez lío. Desde entonces, se afianzó en el equipo titular desatando las previsibles desconfianzas. La afición le pita, le aplaude, le quiere, le odia… La clásica montaña rusa de la presión y finalmente hijo primero y padre después, salieron del equipo.
Desde entonces, Adrián empezó prácticamente de cero y su respuesta ha sido brillante dadas las circunstancias. Se ha superpuesto a todo y se ha afianzado como un jugador de experiencia muy valioso para cualquier equipo. El Eibar lo está disfrutando, ya emancipado, como un jugador maduro que a los 27 años está demostrando que es un jugador útil, pero con la desgracia de llevar la sangre de un mito.
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