“En Atocha pasé una infancia solitaria, estoica y feliz”, así resume el periodista y escritor Ander Izagirre sus recuerdos del viejo campo donostiarra. En ‘Mi abuela y diez más’ Izagirre une su sufrimiento adulto por la Real con aquellos años de esplendor en los que se ganaron dos ligas consecutivas. Y él estuvo allí en primera persona con el trapo de cuadros blancos y azules atado a un palo que le había preparado su abuela Pepi. Vivencias en un campo que ha dejado grabado en la memoria olfativa de tantos realistas el olor a frutas de uno de los fondos y la imagen de algunos aficionados especiales, como aquel niño que aterrorizaba a los rivales que tenían que sacar de córner. Ahora, la Real vive tiempos complicados en la Liga BBVA a sólo tres puntos del descenso. Para muchos, el conjunto donostiarra debe volver a hacer de su casa un fortín que hoy en día no es.
ANDER IZAGIRRE.- El estadio de Anoeta es un escenario exquisito, con su césped como un tapete, asientos espaciosos para todos y vistas panorámicas para contemplar el juego que se desarrolla allá a lo lejos, con un rumor sordo, al otro lado de las pistas de atletismo. En Atocha el tejado se caía a cachos, las gradas temblaban cuando pasaba el tren, los postes de hierro oxidado nos tapaban parte del campo, nos apelotonábamos de pie contra las vallas, pero podíamos escupir a la oreja a los futbolistas rivales.
No yo, que fui un niño modosito, pero sí lo hacía uno de los héroes de Atocha: un chico con síndrome de Down, siempre con bufanda de la Real, que solía colocarse pegado al córner. Al sacar de esquina, el futbolista enemigo tenía que apoyar la espalda contra la valla para tomar un par de metros de carrerilla.
Entonces el chico con síndrome de Down pegaba la cara a la valla y le gritaba hijoputaaa, hijoputaaa. Cuando se exaltaba mucho, lanzaba escupitajos a las nucas de los rivales. La grada le jaleaba, el chaval se crecía y cada vez que el equipo contrario atacaba él iba amasando un gargajo por si la jugada acababa en córner. Llegó un momento en el que los saques de esquina contra la Real se celebraban con ovaciones que encendían al chaval. Una vez se arrimó a sacar el Tato Abadía, aquel centrocampista del Logroñés calvo y con bigote, de cuando permitían jugar a futbolistas calvos y con bigote. Nuestro héroe de los lapos tenía una tarde especialmente furiosa. Le chilló, sa-cudió la valla y lanzó un escupitajo que le dio en la pierna. Abadía se giró furioso, pero entonces vio al chico vociferante con síndrome de Down, se quedó callado y sacó el córner. Seguramente lo echó fuera. La Real ganó el 65% de los partidos jugados en Atocha y solo ha ganado el 49% de los jugados en Anoeta.
La Real ganó el 65% de los partidos jugados en Atocha y solo ha ganado el 49% de los jugados en Anoeta
Mi tío Iñigo dice que me llevó a ver un partido contra el Murcia. Debió de ser mi primera visita a Atocha. Yo no la recuerdo pero, según Google, ocurrió el 14 de diciembre de 1980, en la temporada del primer título de Liga, y la Real ganó 1-0. Mi primer recuerdo del campo es un cañonazo de adrenalina. Yo tenía seis años, abrieron una verja, salí al campo y eché a correr por el césped de Atocha. Iba de la mano de mi padre, entre miles de personas que también saltaron al campo ondeando banderas, gritando y abrazándose. Corrí al área, directo al punto de penalti de la portería de Frutas, que se veía gigantesca, y disparé un trallazo imaginario a la escuadra. Era el 25 de abril de 1982, acabábamos de ganar 2-1 al Athletic de Bilbao y nos habíamos proclamado campeones de Liga por segundo año consecutivo. Mi padre y yo cruzamos el campo desde la Tribuna Este (Duque de Mandas) hasta la Tribuna Oeste (Renfe), con el trapo de cuadros blancos y azules que me había atado mi abuela Pepi a un palo. Al llegar a la banda contraria, miramos arriba y vimos a mis abuelos Joxemari y Maritxu en la grada. Los saludé saltando y ondeando el trapo.

Ilustración Candela Niño contra la valla
En Atocha pasé una infancia solitaria, estoica y feliz. Yo ahora me explico muchas cosas, cuando recuerdo que a los nueve o diez años subía solo a las gradas de cemento de la Tribuna Este, una hora antes del partido, y me pegaba a las vallas que separaban la zona de pie de la zona de asientos. Allí, ni la gente ni las vigas de hierro me tapaban la visión del campo.
Atocha olía a selva. Se mezclaba el tufo fermentado y dulzón del mercado de frutas con el aroma fresco de la hierba recién regada y el humo de los puros que me llegaba desde la zona de los asientos. Ese sahumerio tropical aún nos inquieta a muchos, como a perros de Pavlov. Dijo el exministro Ángel Gabilondo: «Iba por las calles de La Habana vieja, con ese olor a verdura y fruta podrida, y pensaba que iba a jugar la Real». Yo esperaba una hora pegado a la valla, comía pipas, lo miraba todo en silencio y escuchaba los extraños anuncios de la megafonía. Los altavoces tronaban: «Euskalpiel. Ante, napa, piel, peletería en general. Directamente de fábrica. Euskalpiel». Yo no sabía qué era ante, qué era napa ni qué era peletería. Y luego: «Cafés Gao. Gao que sí».
Tampoco entendía la frase. Pero pensaba que ya la entendería quien la tuviera que entender, mi padre, mis abuelos, quizá eran instrucciones secretas para los jugadores. Durante el partido, en el marcador de madera de Atocha un señor movía una y otra vez hileras de paneles con números y colores que parecían mensajes cifrados para ordenar un desembarco. Yo solía llevar en el bolsillo el recorte de ‘El Diario Vasco’ en el que cada domingo venían las claves para descifrarlo: el panel de Cervezas El León correspondía, por ejemplo, al Almería-Zaragoza. A su lado venían los números con los goles y los paneles amarillos, rojos, negros o verdes, que indicaban tarjetas, expulsiones, penaltis, descansos.
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